Quien ha dicho que cada país es distinto. Quizás una afirmación general pueda ser aceptada, pero hay una serie de personajes que se repiten a pesar de las fronteras. Uno de ellos es la «guerrillera del metro». Tendrá una ropa distinta, una lengua distinta, raza, religión, pero es ella, indudablemente, también en Londres.
A todos nos ha pasado. Estás en el metro o el tren, casi llegando a la parada, así que te levantas y te vas hacia la puerta. Cuando el tren entra en el andén estás situado en el centro de la salida, y entonces la ves.
Esa mujer está ahí. Cuando el metro todavía no ha parado, ella ya forcejea para ganar el lugar central. La ves a través del cristal con la mirada fija dentro del vagón, el torso ligeramente inclinado hacia adelante, el cuchillo entre los dientes, preparada para cargar sin compasión cuando las puertas se abran, como en una melé de rugby.
Y las puertas se abren. Antes de que hayas podido dar un paso para salir la señora se precipita al interior del vagón. Si para tu desgracia estás en la ruta que ha decidido tomar en su entrada, no tendrá contemplaciones en apartarte con su masa corporal. Incluso si a sabiendas te interpones en su camino no se queja, no te mira. No puede permitirse perder un segundo en echarte un improperio. Su mente está poseída sólo por un pensamiento: el asiento libre.
En cuanto consigue acceder al vagón, una simple mirada a lado y lado le permite identificar su objetivo. Rápidamente traza un plan de acción y corre a ejecutarlo. Este momento es crítico y lo puedes ver por el ligero tono de desesperación en sus ojos. Cualquiera que se interponga en su camino en este momento se encuentra en grave peligro. Como un soldado bien entrenado consigue llegar a su objetivo y se desploma sobre el asiento con toda su humanidad. Pero su cara no da señales de satisfacción. No hay nada de que alegrarse. Es sólo un trabajo bien hecho, pero habrá más. El día a día es una lucha constante.